jueves, 10 de septiembre de 2009

Temporada de azucenas


Por Ericel Vázquez

Cerca de la una de la mañana, paramos frente a un mini súper. Mi amigo se bajó a comprar provisiones para continuar la fiesta de la noche, en eso, se acerca al coche una mujer joven con un ramo de flores y con tono suave nos dice: “cómpreme azucenas”. Yo, sin ninguna intención de hacerlo, le ofrezco mi negativa y ella aún súplica: “ándele, para que ya me vaya a dormir”. Me conmovió al grado de pensar que me había roto el corazón, aún así, con la vista al suelo muevo la cabeza negando otra vez y diciendo un lastimero “no”. La mujer se va y a los dos minutos llega mi amigo con un ramito de azucenas y dice “las compré para mi mamá”.

Nunca había advertido que en esta época del año tantas personas vendieran esas flores blancas y olorosas. En otra ocasión, comiendo tacos, se acercaron unos señores de facha humilde vendiendo azucenas, y yo, negándome una vez más a comprarles, pensaba que ya me dejarían tranquilo y no molestarían más; cosa que por supuesto no sucedió. Esa misma noche, saliendo del clásico ‘toquín’ de azotea de un grupo casi improvisado, se acercan unas niñas compitiendo por ver quién vende sus azucenas primero, para entonces ya ni siquiera tenía que abrir la boca, sólo movía la cabeza expresando una vez más un “no”.

Cinco días más pasaron y mi amigo platica que alguna mala vibra había en su casa puesto que muchas cosas raras acontecían, entre ellas, que las azucenas que había comprado para su madre no habían ‘abierto’, y exclamando: “mi mamá se puso muy feliz cuando se las dí”; cosa que también me puso a pensar puesto que él no es de los cursis que le dan todo a su madre, sino más bien pudiera ser un ‘vagales’ que pocas veces se ocupa por darle un obsequio. Y en ese mundo de realidad que parecía de ficción, ocupaba mi mente con fantasías, tratando de digerir lo que realmente pasaba a mi alrededor; al final, todo lo bonito que pueden significar las flores era engullido por el calor de los días de verano, en una ciudad que era invadida por turistas, sonidos, olores, fiestas, luces y lenguajes no verbales que volvían pluricultural a un valle donde la intolerancia y lo retrógrado es uno de los peores nudos que obstruye el desarrollo social. Pero que, como en cualquier festividad, nos pintamos y nos mostramos a nuestros invitados, dejando la ropa sucia… muy en casa.

Otro día, disfrazados de ‘etiqueta’ y en un restaurante de lujo, dimos cuenta de la multiplicidad de circunstancias que nos habían acontecido a lo largo del año; mis amigos contaban con que ha sido un tiempo de muchos cambios, donde la vida parece girar más rápido, y los inconscientes muchas veces chocaban en ese mar de significantes que paralizan el pensamiento para reaccionar sobre todas aquellas cosas que habían salido como una producción involuntaria. Acordamos en tomar nota de todo aquello que nos sucediera y concluyéramos a lo largo de los siguientes días, grabando para entonces que lo más importante es la trascendencia, cosa tan subjetiva como la misma vara que lo mide. Saliendo al viento frío de una noche nublada, una vez nos esperaban las vendedoras de azucenas, y ahora yo, viendo sus caras detenidamente por dos segundos, no necesitando más tiempo para entender su inocencia como negociantes de ‘naturaleza muerta’; no respondía y seguía mi camino.

Durante el festival de música anual, la atención se centra en la ejecución de aquellos concertistas que demuestran su destreza frente a espectadores que descansan del Sol, el ruido, los sabores y las imágenes que ‘flashean’ aún en sus recuerdos, por unos minutos nos encontramos conmovidos, expectantes y entusiasmados por las sorpresas que un ensamble de metales y de percusiones brindan en un foro público, ahí, donde alguna vez hubo ‘cohetones’, balas, piedras, gritos y sangre; ahí, se eleva el arte como un fuego artificial que deja en la memoria una tonada que silbar; y, en ese lugar, recargado en la fachada de una casa antigua, una pequeña de ojos vivaces, ropa de manta, pies sucios por la tierra, llega con las azucenas más radiantes que haya visto, ella extiende su mano, las acerca a mi cara y después de ver lo que he descrito veo a la cúpula de la iglesia que tengo enfrente, bajo la mirada, le sonrío, muevo la cabeza afirmativamente y le termino diciendo amablemente “no”.

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